IDILIO VARGAS

 



    Hija del monte y la cañada, Idilio nació de cara a las estrellas, mientras los grillos le cantaban al mundo su llegada.
    Fue Idilio por su madre y Vargas por su abuela, quien la educó hasta que entró en sus años mozos. Criada con los pies en el barro y el corazón puesto en la cruz, la mocita aprendió a amar la naturaleza hasta saberse todos los secretos de los yuyos, los cielos y esas cosas que sólo saben los que tienen fe.
    __ ¿Y acá dice eso?_ preguntó la anciana, tratando de descifrar cuál vocablo decía qué cosa.
    __Sí… y acá dice que ‘Su imagen de niña, con trenzas largas como las de los sauces que caen a beber en la ribera; siempre halló su reflejo en los espejos del río. Río que siempre volvía a sus pies para poder susurrarle poemas al oído.
    Idilio era amiga del pedregal, del viento y de la huerta. Y supo alborotar todos los gallineros, a su paso. Más de un cocorito la lisonjeó; pero ella sólo tuvo ojos y corazón para un hombre, al que se entregó en cuerpo y alma.’
    __¿Y todo eso dice acá, m’hija?_ insistió la anciana acomodándose los anteojos, como si con ello supliera la falta de escuela.
    __Sí, abuela; todo eso dice acá.
    __¿Y dice algo del Florencio?_ quiso saber sin demora.
    __Sí… acá donde está esta letra grande, ¿ve abuela? Esta es la efe de Florencio. Acá dice: ‘Flo-ren-cio’.
    __¡Ah!_ exclamó con gratitud, pasando la yema de un dedo sobre el nombre escrito; como acariciando los recuerdos. 
    Recuerdos que sólo Idilio conocía y que nunca, persona alguna, logró empardar.
    Florencio la encendía, con su mirada pícara y buscona.    Sólo él podía hacerle cosquillas al silencio de las siestas y había sabido cómo arrancarle carcajadas al monte. Sólo él supo sembrar en la fertilidad de su campo y ver crecer sus frutos, mientras se llenaban sus pechos de amor. La primera flor se les marchitó de pimpollo y así fue como Idilio se convirtió en nodriza de los niños expósitos del hospicio.    Entonces todas las flores fueron sus flores y todos los niños fueron sus niños… Y así su jardín creció enormemente, colmándose con risas de colores.
    __¿Abuela?… ¿Abuela me oye, que le estoy hablando?
    __¡Ay, sí, m’hijita! ¡Perdón…! Me quedé pensando, no más…_ respondió en voz baja, mientras le brillaba la nostalgia del pasado en la espesa oscuridad de su pupila.
    Recordó cada beso; cada coscorrón… el perfume de las verbenas y el de la leche recién ordeñada. Recordó el canto del zorzal y el azote del viento entre las ramas que le daban sombra a su portal. Recordó los colores de parto y el sabor de las lágrimas; la quimera del alba y el dolor de crecer…
    Todo cuanto vivió Idilio vino a sentarse a los pies de su cama.
    __¿Quiere dormir ahora, abuela?_ preguntó la enfermera.
Idilio la miró con una sonrisa apacible en los ojos y los pies bien calentitos bajo las mantas.
    __¿Vos estás segura que pusiste todo lo que te conté, no?_ quiso asegurarse la anciana.
    __Sí, abuela. Todo como usted me dijo; para dárselo a sus nietos cuando Diosito se la lleve.
    Idilio meditó un instante y dijo __Sí, ya me puedo dormir tranquila.
    Y así, la enfermera le quitó los anteojos y los puso en la mesita; le acomodó las cobijas y se llevó el tazón de caldo del almuerzo, sin tocar.
Idilio Vargas se durmió con el perfume de un beso florencio prendido en su frente y una sonrisa de completa satisfacción palideciendo en su cara.

23/06/2012
Publicado en 2013
"Palabras en fuga" - Editorial Hylas

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