PERÚ 1655

    


La vieja casona de la calle Perú, ahí donde Barracas se confunde con San Telmo, aún conserva intacta su estructura original; pareciendo un recorte de otros tiempos olvidado en esa parte de la urbe entre la barranca y el silencio de las sombras. 
    Cecilia sabe, o lo intuye, que alguna vez fue feliz allí. Pasa a diario por su frente, camino a la librería. Y cada vez, siente esa atracción inexplicable que la hace detenerse ante su portal. Parada allí reconoce el perfume de unos tilos, que no ve. Y si cierra los ojos hasta puede figurarse enfundada en un antiguo vestido rosa, con puntillas picudas descolgándose del cuello. 
    Las reminiscencias de unos pasos leves, que se ve dando entre los canteros junto al aljibe, le traen ecos de risas perfumadas de madreselva y vestigios de caricias vespertinas. 
    Con el tiempo hasta cree adivinar los interiores de la casa, donde el hogar está en permanente disputa con el pianoforte, por ver cuál de los dos impera en el salón; la exquisita biblioteca en cedro, enorme y rica; el espléndido vitral del lucernario; el extraordinario gobelino traído de París; la novedosa porcelana de Lisboa…
    __ ¡Estás loca! _ dijo su madre, de manera terminante __ Nunca estuviste en esa casa. No, en esta vida.
    Una mañana le encargaron llevar un pedido especial de libros a esa casa. Los ojos de Cecilia se abrieron brillantes y una sonrisa infinita se le pintó en la cara. 
    Caminó ansiosa esas cuatro cuadras hasta el 1655 de la calle Perú y, una vez allí, se detuvo un instante para disfrutar de esa dulce sensación que le provocaba saber que estaba a punto de entrar. Tocó el timbre y una chicharra sonó, dándole paso a la ilusión.
    Puso un pie sobre el mármol de la alzada y el perfume de los tilos la envolvieron. Cerró el portal y avanzó, dilatando cada paso entre las matas de malvones que sangraban a uno y otro lado del camino. La espaciosa escalinata le trajo la nostalgia de unos besos robados al atardecer. Y las mayólicas del porche le revelaron historias de payana, a la hora del té.
    Recorriendo con la vista los ribetes del dibujo en los mosaicos oyó el crujir de las charnelas que se abrían, descubriendo al otro lado del umbral la silueta de un joven apuesto que la recibió amablemente. Su rostro le era familiar.     Pensó, seguramente, que se lo habría cruzado en la calle, alguna vez.
    Extasiada por hallarse en medio de aquel salón, Cecilia no podía emitir palabra alguna. Simplemente dio unos pasos hasta el centro del recinto donde reconoció el hogar, ahora coronado con el retrato, en óleo, del joven apuesto. Ya no estaba el pianoforte; pero su huella se delataba, de la pinotea, en un rincón. De pronto el sol derramó su arco iris a través del lucernario, inundando de colores el lugar. Cecilia seguía allí, como detenida en el tiempo; con el atado de libros entre las manos y la sonrisa plasmada en su faz. 
    El aroma de un potaje dulzón la hizo volverse hacia la puerta de la izquierda. 
    __ ¿Qué es ese olor…? Yo lo conozco… _ dijo sin pensar.
    __ Mi madre… Prepara algo en la cocina; una vieja receta familiar de dulce de leche. _ respondió él.
    Cecilia se inquietó. Ella conocía esa receta. Podía recordar aquel sabor… 
    Divagando entre recuerdos inesperados, oyó pisadas desparejas acercándose tras de sí.
    __ ¡Jovencita! ¿Quién la hizo entrar? ¿Cómo llegó, usted, aquí? _ preguntó una octogenaria, entre sorprendida y ofuscada, después de dar un golpe al piso, con su bastón.
    Cecilia volteó hacia el joven; pero éste ya no estaba allí. Entonces señaló el enorme retrato sobre el hogar, que lo pintaba de cuerpo entero.
    __ Nunca pudo pasar eso… No, en esta vida. _ dijo la anciana y continuó: __ Señorita: Ése que usted ve ahí era mi bisabuelo; y por cierto que lleva más de un siglo bajo tierra. ¿Cómo se le ocurre…?
    Cecilia no supo qué decir. Sólo atinó a darle los libros a la dama, que los tomó de mala gana. Quizá por eso se le cayeron, quedando uno de ellos abierto y para sorpresa de las dos. 
    Impreso a plena página se veía el retrato de una sonriente Cecilia, entre puntillas picudas y madreselvas. Junto a ella está el joven apuesto. Ambos están tomados de las manos a un lado del aljibe, donde hoy ya no queda agua. 
    Sí, en la vieja casona de la calle Perú. Ahí donde el presente se confunde con el pasado; en esa parte de la urbe, entre la barranca y el misterio de las sombras. 
23/10/2012

Publicado en 2013
"Palabras en fuga" - Editorial Hylas

LA ENFERMERA NOCTURNA

 


    El accidente no sólo me ató de manera permanente a una cama, asociada a tubos, monitores y cables. También me sumió en el más pertinaz de los insomnios.
    Sin más alternativas, la enfermera nocturna empezó a regalarme lecturas breves, con la intención de ayudarme a conciliar el sueño. 
    Un día, para mediados de abril, me trajo un libro que dijo haber hallado entre un montón de otros libros apilados; y, ante la ausencia de luna, aquella noche se prestó para una historia fatal.
    Las noches sin luna son tan largas cuando nos asaltan los miedos…
    Tras el ocaso, esta parte del hospital cayó en un sopor indecible, condicionado por un inusual silencio. Sólo se escuchaba la acción del fuelle de mi propio respirador. 
    Mi habitación apenas registraba una penumbra, proyectada por la tenue luz que pretendía fugarse del pasillo. Y para colmo, de aquel libro no sólo emergió una noche tan hostil como la que pintó nubarrones en mi ventana; de sus páginas se sublimó un fétido olor a viejo, a polvo rancio, a putrescencia. 
    Aquel libro olía a mal presagio... Igual, lo empezó a leer.
   En la aparente vacuidad de aquel lugar, de pronto se oyó el TIC-TAC de un viejo reloj dado por muerto tiempo atrás. El insistente repicar de su mecanismo se confundió con el tronar de una tormenta en gestación.
    Todas las tormentas tienen la capacidad de despertar a las sombras y ellas se reúnen en ceremonial alborotándose en danzas extrañas, para mostrarnos la hondura de sus babosas fauces.
    Afuera, el viento hacía vibrar los cristales. Cerré los ojos un instante, intentando no pensar; y temí que lo leído me pudiera meter, de lleno, adentro de una pesadilla.
    No sé si me dormí en algún momento; pero en mi letargo pude sentir la proximidad de unas garras agudas como garfios, que atravesaban la razón de los espejos, llegando sin demora para prenderse de mí. Hasta puedo jurar que sentí la acidez de un aliento infame, expeliéndose a mi alrededor. 
    También pude sentir el calor de una baba viscosa cayendo sobre mi hombro izquierdo.
    Conciente de mi espanto, intenté un grito que no salió.       
    Quise pedir ayuda. Necesitaba emitir una señal; pero este cuerpo mío que no responde…
    No han de haber muchas sensaciones más aterradoras que la de saberse parte de una pesadilla y no poder salir de ella. O peor aún es no poder distinguir si se está, realmente, dentro de un mal sueño o si acaso se ha llegado a las puertas mismas del infierno. 
    Lo concreto y lo irreal siempre se confunden en la oscuridad de la noche. Por eso temo que estas páginas estén cobrando un sentido inesperado, transformando las palabras en hechos.
    Perturbado por las descripciones, dejé de atender la lectura. La sensación de amenaza, ahoga y la certeza de una parca eternidad es capaz de enloquecernos. Ver que el peligro asecha entre las sombras y que se acerca, es devastador.
    Sobre todo cuando se está, como yo, atrapado en un cuerpo inerte. Sí, irremediablemente quieto bajo las mantas.
    Entretanto, el fuelle sube y baja indiferente; al igual que el monitor, que sigue dibujando mis latidos.
    Sé que la embestida del horror es inminente, lo estoy viendo. Me está mirando de frente y me escupe en la cara su veneno mordaz. Veo esos ojos huecos, inhumanos y fatalmente vacíos, como una fosa sin fin. Y percibo cómo, una fuerza omnipotente, me empuja a caer en sus abismos. Su espantosa mirada se clava incisiva en mis pupilas, como agujas infestadas de pavor. Se me hiela la sangre y me siento morir.
    ¡Por Dios, que venga una enfermera! ¡Si esto es una pesadilla, que alguien me despierte, por favor!
    El fuelle sigue bombeando imperturbable; sin embargo, siento que me voy quedando sin aliento.
    Escucho un millar de voces ‘in crescendo’, que retumba al unísono dentro de mí. 
No me cabe duda que son los oniros que vienen a participar de un gran banquete. Quieren beberse mi sangre y devorar cada milímetro de mi ser. Son como hálitos sombríos que deambulan en un ‘Aleph’, que despertaron enajenados y que ahora vienen, todos juntos, a servirse de mí. 
    En este instante es cuando ruego por hallarme, efectivamente, dentro de una pesadilla; porque entonces sí, cabría la posibilidad de poder despertarme, de un momento a otro. Pero, ¡maldita sea! Sé que esto está pasando de verdad.     Estos monstruos se están babeando en mi cara, ahora mismo. Uno de ellos me besa en la boca y se relame, saboreándome. 
    Sigo irremediablemente inmóvil, experimentando el horror de estar siendo engullido por estas bestias. 
    Ya no hay nada que pueda hacer. Atrapado en este cuerpo inútil sólo puedo sentir cómo, estos famélicos insaciables, vacían mi cuerpo de mí. 
    Sí, la noche se prestaba para una historia fatal...
    El libro olía a mal presagio…
    Ahora sé, sin dudas, que estoy parado a las puertas del infierno. 
    Y lo sé porque el fuelle se detuvo y porque el monitor está trazando la línea del final.  
19/04/2013

Publicado en 2016
Revista 27 - "Miedo" - Edición Digital

EL MONASTERIO

 


La sombra de la duda seguirá viva, yaciendo bajo la superficie;
ajena a la luz de la verdad y carcomiendo el espíritu de quien se atreva a desafiarla.


    Erigido en piedra sobre la cumbre de un collado, el monasterio permanece solitario y lúgubre, alejado de cualquier atisbo de civilización.
    Sus muros guardan la fascinación que provoca lo desconocido.
    Sobre él se condensan las quimeras de un enigma que obnubila.
    Allí solo hay espacio para una vida de aislamiento perpetuo, de oración y de salmos elevados. Aunque siempre habrá, también, lugar para albergar a aquellas almas inocentes que el sino de la vida dé en poner allí a germinar.
    Tras sus muros, los mismos monjes atienden los jardines, la huerta y los corrales. Ellos también se ocupan de instruir a los novicios, con dedicada rectitud. 
    Entre esos menudos educandos, aspirantes a la más pura beatitud, estaba Emil; un mozuelo audaz, sin historial conocido.
    __He notado que de entre todos mis alumnos, es usted, Emil, el del espíritu rebelde. _empezó diciendo el Hermano Crispín, a su discípulo. __Sé, y de buena fuente, que se lo ha visto merodeando por esos lugares que, específicamente, se les indicó a los pupilos que no osaran acercarse. _continuó, mientras el muchacho lo escuchaba cabizbajo. __También sé que solo usted ha intentado ingresar a donde se les ordenó, estrictamente, que no ingresaran. _concluyó el superior. 
    __ ¡Dispénseme, maestro! Me dejé llevar por el pecado de la tentación. _respondió el muchacho, con la luz de sus ojos verdes clavada en el pórfido gris del solado.
    __Se dejó llevar por el pecado de la tentación… ¡Entiendo! En principio, sepa que la tentación no es un pecado en sí misma. _aclaró enseguida.
    __ ¿Entonces no he pecado, maestro? _preguntó Emil, esperanzado.
    __ ¡Sí, lo ha hecho! Aunque la tentación no sea pecado, sí lo son las acciones que por ella se transgreden. En este caso, usted ha traicionado la confianza que nuestra hermandad tenía puesta en usted; al desobedecer deliberadamente las reglas impuestas. ¿Entiende?
    __ ¡Sí, maestro! Ahora lo entiendo. _respondió, volviendo a echar la vista sobre sus pies.
    __No se desanime. ¡Venga! ¡Acompáñeme, joven Emil! Daremos un paseo por la alameda. Le contaré una historia, algo peculiar por cierto; pero lo haré con la esperanza de poder calmar la comezón de su ánimo conturbado. 
    El muchacho inclinó aún más la cabeza, escondiéndola entre sus hombros. Entonces, maestro y discípulo iniciaron un lento caminar por el sendero de la arboleda.
    __Dígame, joven Emil: ¿Qué cree usted que encontraría en las catacumbas, desviándose de lo estipulado; sino más que regaños y penitencia? _preguntó el maestro, en tono calmo y andando a pasos lentos.
    __Bueno; esa es la cuestión, maestro Crispín. No imagino qué secretos guarda ese lugar y por eso traté de descubrirlos. _explicó Emil, escuetamente. 
    __Veamos si puedo saciar su curiosidad. _dijo el maestro, previo a un breve intervalo antes de retomar la plática. __Quizá usted ya sepa que sobre las ruinas de la vieja abadía de San Erico se levantaron los muros de este monasterio. Lo que seguramente nadie le ha contado es que, aunque esta historia ocurrió hace ya varios siglos, las vivencias relatadas por los antiguos seminaristas no han cambiado un ápice desde entonces. Hoy son leyenda; pero se mantiene latente, brotando de la humedad fría y gris de estas paredes. 
    El muchacho sintió que su corazón recobraba ritmo. ¡Por fin tendría alguna respuesta! Con la intención de no interrumpir el relato, permaneció callado, caminando junto a su maestro.
    __Es sabido por todos que, aquí mismo, donde nace este manantial fue muerto el primer abad; y que su último hálito le fue arrebatado a traición. También es sabido, joven Emil, que aún hoy se oyen sus lamentos y los de aquellos herejes que él pretendía aleccionar en la oscuridad de sus mazmorras. _agregó Crispín, en tono grave.
    __ ¿Cómo que se oyen lamentos, maestro? ¡Yo nunca oí nada! _cuestionó azorado, el pupilo.
    __ ¡Pues sí; así es!  Por eso no está permitido bajar a las ergástulas. Yo solo busco advertirlo, joven Emil. No quisiera que se asombre de estas voces lastimeras, si las oyera mientras cae la espesura de la niebla vespertina sobre la exedra. Sepa usted, hijo mío, que la atmósfera de este monasterio se vuelve aterradora con la bruma, si con ella llegan esos cánticos de sirena, que siempre atrapan a los desprevenidos y ya nunca los devuelven.
    Emil no estaba convencido de si esos dichos eran ciertos, o si solo se trataba de una excusa para asustarlo y que desistiera de atender su curiosidad. En todo caso, la sombra de la duda se le seguía clavando profundo, carcomiendo su espíritu y su razón.
    __¿Usted ha oído esas voces, maestro? _preguntó el pupilo, con un tétrico dejo de temor en sus palabras.
    __¿Qué si las he oído? Todo el tiempo, joven Emil. ¡Ellas están por todas partes! Se las puede oír surgiendo como sombras detrás de cada puerta; brotando invisibles de entre los muros y por debajo de las piedras; filtrándose indómitas por el verdín del moho en el alicatado. ¡Ellas están por todas partes; se lo aseguro! _respondió el Hermano Crispín, acentuando la gravedad de su voz.
    __¡No puede ser! Alguien debe esconderse y susurrarlas. _dijo incrédulo el muchacho.
    __¿Acaso usted está insinuando que mis dichos no son ciertos? Recuerde esto que le digo, joven Emil: Si al oír esos lamentos voltea a ver y no ve a nadie no se sorprenda. Simplemente, apure el paso y guárdese en la seguridad de su claustro, hasta el amanecer. He sabido que más de un curioso estudiante, aún entre los más escépticos, fueron tragados por las voces de sus propias sombras. ¡Y jamás, entiéndame bien Emil, jamás, intente bajar a las catacumbas! _indicó el maestro, penetrando la agudeza de su mirada en las pupilas del muchacho que lo miraba impresionado.
     Emil hizo silencio unos instantes, agobiado por la advertencia.
    Las luces de la tarde estaban siendo devoradas por las primeras borrascas de octubre.
    El cielo se mostraba sin luna y sin estrellas.
    Sobre las lápidas linderas al camino que lleva al campanario se perpetuaban las sombras silenciosas. Entonces, el graznido de un cuervo que nadie pudo ver logró que los ojos de Emil se abrieran en todo su verdor.
    __¿A usted alguna vez le ha dado miedo, maestro? _quiso saber el pupilo.
    __Pues, sí; como a todos. _respondió Crispín. __Aún hoy me estremece oír esas voces plañideras. Y eso que ya no tengo edad para asustarme. Por eso, joven Emil, le sugiero que no ande husmeando en los lugares vedados al pupilaje. Sepa que no le conviene indagar sobre asuntos que no le pertenecen.
    __Sí; ya sé… Si no, tendré una penitencia. _conjeturó el novicio. 
    __ ¡Usted sería bienaventurado si pudiera llegar a cumplir una penitencia! He sabido de pupilos que osaron bajar a los claustros prohibidos y a los que nunca más se los ha vuelto a ver entre los vivos. Y sepa usted, joven Emil, que tampoco se los ha hallado entre los muertos. _agregó, mirando las tumbas lindantes al oratorio.
    El muchacho se estremeció al oír estas palabras. Sintió que el corazón le retumbaba en el pecho.
    Otra vez, el graznido de un cuervo se escuchó entre las ramas y el último haz de claridad se apagó detrás de los muros que ocultaba la arboleda.
    El pupilo interpretó como una audaz amenaza lo que había detrás de aquel relato. Una historia siniestra, que crispó la atmósfera del monasterio.
    El llamado a tomar la cena lo distrajo un instante. Cuando volteó a ver, se encontró que estaba solo. La silueta del maestro se había esfumado en la oscuridad de la niebla. Entonces corrió puertas adentro, y esa noche se aseguró de trabar bien el cerrojo de su recámara. 
    No obstante, días después, las palabras del maestro continuaban perturbando los pensamientos del novicio. Emil no podía terminar de convencerse de la veracidad de aquellos dichos. ¿Quién podría ser tan ingenuo de creer en lémures y manes?
    El maestro Crispín, siempre había tenido razón; de todos los pupilos, Emil era el del espíritu rebelde. Por lo tanto, el muchacho no encontraba mayores razones para obedecer a otros mandatos, más que a los de su propia curiosidad.
    Así, se animó a escabullirse, escaleras abajo, hasta los antiguos calabozos; en una secreta y unipersonal perquisición, con el afán de descubrir la falsedad de aquella aterradora leyenda.
    El eco de sus pasos retumbó, uno a uno, en la escalinata que descendía en espiral.
    La luz de la tea que empuñaba se proyectaba débil en cada piedra; y su reflejo se iba apagando a sus espaldas, a medida que él avanzaba.
    Sorteado el último peldaño, en lo profundo, un portal de gruesos hierros lo detuvo. Tras éste se extendía un corredor ancho, lóbrego y mordaz, que enfrentaba una serie de tabernáculos oscuros. 
    Con un poco de fuerza adicional logró descorrer el pasador, que rechinó por lo oxidado. 
    Alzó la luz sobre su cabeza, para divisar el entorno.
    El lugar olía a humedad rancia y a putrefacción.
    Comenzó a avanzar decidido, iluminando las criptas a su paso. Todas estaban desoladas, malolientes y sucias.
    Al final del corredor, la luz de la antorcha le permitió ver lo que parecía ser una gran fosa. Desacelerando su andar, se acercó a ella. Arrimó la tea y pudo reconocer sus formas. Era una réplica menor de la exedra. 
    __ ¿Hola? _dijo Emil, esperando alguna respuesta.
    Pero todo lo que la fosa le devolvió fue el eco de su propia voz.
    Ese hoyo negro parecía no tener fin, guardando en sí todos los misterios.
    Repentinamente, la boca de la fosa exhaló su aliento, en una ráfaga fugaz que apagó la llama de la antorcha.
    La oscuridad se adueñó de cada rincón. A Emil le pareció escuchar un ruido de cadenas, como acercándose. El muchacho sintió que se le helaban las manos y los pies. 
    En medio de la oscuridad, había perdido la noción de dónde se encontraba parado, exactamente. No estaba seguro de qué dirección tomar, para poder salir de allí. 
    Sus pensamientos comenzaron a enredarse y a confundirlo.  
    Una nueva ráfaga, gélida y voraz, ahogó el rechinar de cadenas; pero trajo voces y gemidos.
    Todas las sombras del universo se agolparon frenéticas, alrededor de Emil.
    Su cuerpo se sacudió al percibir la presencia de una entidad incierta y convulsiva, que lo poseyó por entero. El corazón le palpitaba acelerado. La respiración se le agitaba a cada instante. 
    El muchacho estaba experimentando la leyenda en carne propia. Estaba oyendo las voces… Y los lamentos, eran sus lamentos. La oscuridad lo envolvía y el pavor le exsudaba por la piel.
    De pronto, una fuerza inexplicable lo derribó y la humanidad de su cuerpo se derramó, gota a gota, hasta ser bebida por la tierra bajo sus pies.
    En la exedra, la bruma vespertina propaló voces y lamentos. 
    Durante la cena, los jóvenes seminaristas comentaron aterrados lo que habían escuchado. Mientras tanto, los maestros recorrían el monasterio tratando de encontrar al joven pupilo. Cuando notaron que el cerrojo del portal que llevaba a las criptas estaba abierto supieron que ya lo habían perdido.
    Tras los últimos rezos del día, el maestro Crispín se preparó para dar la bienvenida al nuevo postulante, que llegaría por la mañana para cubrir la vacante que dejó el joven Emil.

03/09/2009











VERSOS ROBADOS ADREDE

No es el Día del Libro, ni es el Día de la Poesía. Solo es un día más.
Sin embargo, mi espíritu lúdico hoy me pidió jugar... otra vez.
Así, me he regocijado nuevamente entre estos versos robados adrede; que alguna supe barajar a mi antojo.

Los que aquí prosiguen fueron puntillosamente seleccionados de entre diversos poemas, de los siguientes autores: Charles Baudelaire; Gustavo Adolfo Bécquer; Rubén Darío; Leopoldo Lugones; Antonio Machado; Ramón Pérez de Ayala; José Velarde; Paul Verlaine; Walt Whitman y Juan Zorrilla de San Martín




                                                       "Mujer escribiendo en el jardín" 
                                                                 Daniel F. Gerhartz

Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo
Ese es mi mal. Soñar. La poesía.
Mar de largo resuello convulsivo
Vivo este titubeo de aliento y agonía

Surgió enorme la luna en la enramada
Hora crepuscular y de retiro
Crepita, arde y dice: ¡Bendita sea esta llama!
Que no sabe adónde vamos, ni de dónde venimos

Tal fue mi intento, hacer del alma pura
Sino pretextos de mis rimas
Y como impone al bosque la mesura
Volverán las oscuras golondrinas

Con las lluvias de abril y el sol de mayo
En su propio furor se consumen
Nubes de tempestad, que rompe el rayo
Yo formaré crepúsculos azules

Juventud, divino tesoro
Todo ansia, todo ardor, sensación pura
Voy llevando tu tesoro
Sin comedia y sin literatura

¡Oh, tarde luminosa!
No alabaré el litúrgico furor de tus orgías
Los astros me han pedido la visión de la Diosa:
Mientras haya en el mundo primavera, habrá poesía.
17/10/2008

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