La vieja casona de la calle Perú, ahí donde Barracas se confunde con San Telmo, aún conserva intacta su estructura original; pareciendo un recorte de otros tiempos olvidado en esa parte de la urbe entre la barranca y el silencio de las sombras.
Cecilia sabe, o lo intuye, que alguna vez fue feliz allí. Pasa a diario por su frente, camino a la librería. Y cada vez, siente esa atracción inexplicable que la hace detenerse ante su portal. Parada allí reconoce el perfume de unos tilos, que no ve. Y si cierra los ojos hasta puede figurarse enfundada en un antiguo vestido rosa, con puntillas picudas descolgándose del cuello.
Las reminiscencias de unos pasos leves, que se ve dando entre los canteros junto al aljibe, le traen ecos de risas perfumadas de madreselva y vestigios de caricias vespertinas.
Con el tiempo hasta cree adivinar los interiores de la casa, donde el hogar está en permanente disputa con el pianoforte, por ver cuál de los dos impera en el salón; la exquisita biblioteca en cedro, enorme y rica; el espléndido vitral del lucernario; el extraordinario gobelino traído de París; la novedosa porcelana de Lisboa…
__ ¡Estás loca! _ dijo su madre, de manera terminante __ Nunca estuviste en esa casa. No, en esta vida.
Una mañana le encargaron llevar un pedido especial de libros a esa casa. Los ojos de Cecilia se abrieron brillantes y una sonrisa infinita se le pintó en la cara.
Caminó ansiosa esas cuatro cuadras hasta el 1655 de la calle Perú y, una vez allí, se detuvo un instante para disfrutar de esa dulce sensación que le provocaba saber que estaba a punto de entrar. Tocó el timbre y una chicharra sonó, dándole paso a la ilusión.
Puso un pie sobre el mármol de la alzada y el perfume de los tilos la envolvieron. Cerró el portal y avanzó, dilatando cada paso entre las matas de malvones que sangraban a uno y otro lado del camino. La espaciosa escalinata le trajo la nostalgia de unos besos robados al atardecer. Y las mayólicas del porche le revelaron historias de payana, a la hora del té.
Recorriendo con la vista los ribetes del dibujo en los mosaicos oyó el crujir de las charnelas que se abrían, descubriendo al otro lado del umbral la silueta de un joven apuesto que la recibió amablemente. Su rostro le era familiar. Pensó, seguramente, que se lo habría cruzado en la calle, alguna vez.
Extasiada por hallarse en medio de aquel salón, Cecilia no podía emitir palabra alguna. Simplemente dio unos pasos hasta el centro del recinto donde reconoció el hogar, ahora coronado con el retrato, en óleo, del joven apuesto. Ya no estaba el pianoforte; pero su huella se delataba, de la pinotea, en un rincón. De pronto el sol derramó su arco iris a través del lucernario, inundando de colores el lugar. Cecilia seguía allí, como detenida en el tiempo; con el atado de libros entre las manos y la sonrisa plasmada en su faz.
El aroma de un potaje dulzón la hizo volverse hacia la puerta de la izquierda.
__ ¿Qué es ese olor…? Yo lo conozco… _ dijo sin pensar.
__ Mi madre… Prepara algo en la cocina; una vieja receta familiar de dulce de leche. _ respondió él.
Cecilia se inquietó. Ella conocía esa receta. Podía recordar aquel sabor…
Divagando entre recuerdos inesperados, oyó pisadas desparejas acercándose tras de sí.
__ ¡Jovencita! ¿Quién la hizo entrar? ¿Cómo llegó, usted, aquí? _ preguntó una octogenaria, entre sorprendida y ofuscada, después de dar un golpe al piso, con su bastón.
Cecilia volteó hacia el joven; pero éste ya no estaba allí. Entonces señaló el enorme retrato sobre el hogar, que lo pintaba de cuerpo entero.
__ Nunca pudo pasar eso… No, en esta vida. _ dijo la anciana y continuó: __ Señorita: Ése que usted ve ahí era mi bisabuelo; y por cierto que lleva más de un siglo bajo tierra. ¿Cómo se le ocurre…?
Cecilia no supo qué decir. Sólo atinó a darle los libros a la dama, que los tomó de mala gana. Quizá por eso se le cayeron, quedando uno de ellos abierto y para sorpresa de las dos.
Impreso a plena página se veía el retrato de una sonriente Cecilia, entre puntillas picudas y madreselvas. Junto a ella está el joven apuesto. Ambos están tomados de las manos a un lado del aljibe, donde hoy ya no queda agua.
Sí, en la vieja casona de la calle Perú. Ahí donde el presente se confunde con el pasado; en esa parte de la urbe, entre la barranca y el misterio de las sombras.
23/10/2012
Publicado en 2013
"Palabras en fuga" - Editorial Hylas