Burdeos, 25 de abril de 1510
Juan Javier, hermano:
Cuando recibáis esta misiva sabréis que habré muerto.
Sé que os infligiré, una vez más, una pena exorbitante en vuestros corazones. Mas, por favor, servid de consuelo a nuestra madre y hermanos menores.
Si os preguntáis qué me ha llevado a escribiros esta crudeza, pues, sabe que: los tormentos a los que he sido sometido en mi triste confinamiento se han vuelto tan insoportables que he preferido morir a seguir padeciendo.
Habéis tenido noticias mías y de mi propia pluma sobre lo acontecido en Albacete, tras mi salida de Ávila. Y también os habréis enterado de mis urgidas razones para bajar luego hasta Jaén. Pues sabréis que allí conocí a un zutano que, con sólo tres palabras, me convenció para vivir ‘la aventura de mi vida’.
Omitiendo sinsentidos os diré que aquella misma mañana cargué mis alforjas y partí hacia Cádiz con el embustero aquel y un puñado de otros tantos que, como yo, vivimos embriagados por la codicia y el coraje que nos da el peligro.
Cogimos la carabela más próxima a zarpar hacia las Indias Occidentales; su nombre era La Guardiola. En ella me embarqué en un viaje, no sólo al mayor de mis fracasos, sino también a mi última y fatídica aventura.
Navegamos mar adentro, hasta no ver más que agua y agua.
Soportamos tempestades y no hallamos más que arduo trabajo y hordas de ratas, cada día. Tocamos puerto a mediodía y fuimos recibidos con bravura, por unos hombrecillos primitivos. Fuimos capturados, unos, y muertos, otros. En mi breve período como prisionero fui enjaulado como presa de caza. Pero creedme, hermano mío, que diera todo lo vivido hasta hoy por volver a hallarme en aquel sitio, nuevamente y en su tiempo.
Yacía cabizbajo y somnoliento, cansado del calor y de las alimañas que parecían querer devorarme, cuando vi asida de mi jaula una mano de mujer. Alcé mi vista hasta su dueña y me perdí en la oscuridad de sus ojos. Ella me alcanzó algo de beber y me dio una fruta extraña, que jamás había, yo, visto antes. Mi estómago vacío no supo de cortesías. Le arrebaté la fruta sin pudor y la mordí. Entonces, la muchacha se rió en mi cara. Me quitó el fruto de entre las manos para mostrarme cómo debía descascararle, mientras yo posaba mis ojos en su dulzura.
¿Habéis visto cómo saben la miel y la lujuria?
Pues déjame decirte, Juan Javier, que aquella delicia cuyo zumo se derramó por mí sabía a manjar de dioses.
Para mi fortuna, o mi perdición, atracaron dos embarcaciones con más hombres al rescate. Para cuando la segunda nave tocó tierra los indómitos nativos desistieron de ofendernos.
A poco de la redención reuniéronme con los otros; llevándonos hasta las entrañas mismas de la isla donde fuimos puestos a desgranar las vísceras de la montaña.
Descubrí que aquel embustero del que os hice referencia era, de la tiña, lo peor; y lo supe cuando lo vi queriéndome robar taimadamente. Razón por la cual le di muerte ahí mismo y sin mediar.
Bajé de la montaña con mi morral, mis piedras y las suyas; y empecé a buscarle a ella, la muchacha de los ojos negros.
De seguro estaréis deseosos de saber si la he hallado. Pues te diré que sí.
De pie ante una gruta, sobre la cual brotaba un manantial, estaba mi doncella.
Empapadas su piel y mis manos, solté mi carga y corrí a sus pies.
“¡Mujer!”, le grité y mi voz resonó en un eco interminable.
Ella se volteó para verme y su completa desnudez me hizo apetecerla.
Sabréis, hermano, que el corazón duele cuando ama. Mas, cierto es que, cuando la carne clama puede volverle, a uno, un animal.
Llegué hasta ella y mis manos posáronse en la flor de su cuerpo con atroz impertinencia. Yo, que seguía perdido en su mirar, sólo quería poseerla. Sin embargo, ella negábase a ser mía.
Todas las barbaries que os puedas imaginar, reunidas en mí, se hallaron aquel día. Yo te juro, Juan Javier, que tan sólo quería amarle. Pero, los demonios que siempre rondaron mi cabeza se apoderaron de mi voluntad y la tomé para mí, sin miramientos.
Sus fauces fueron mi sosiego y sus labios mi placer. Entonces, cuando acabé por darme cuenta de mi infamia, el alma de mi doncella había abandonado su cuerpo bajo mis manos.
Le acomodé en la liza donde acababa de morir y le cubrí el pecho con sus propios cabellos.
Cogí mi morral de donde lo había dejado caer y me embarqué raudamente en La Guardiola, regresándome a la Iberia.
Llevo más de un año transcurriendo mis días en la campiña francesa, tratando de olvidarme del pasado. Y aunque soy libre de toda libertad corpórea, he caído prisionero de mis propias pesadumbres.
Desde aquella fatídica aventura que emprendí, y que eché a perder, no dejo de ver el fantasma de mi doncella; acosándome día y noche en esta prisión imaginaria.
Amado hermano mío: Dejo a vuestra merced las pocas riquezas que he logrado conseguir y de las cuales hallaréis nota escrita en custodia de mi albacea.
Es imperioso que acabe con este martirio.
¡Dios bendiga al Rey; a nuestra madre y también a vos!
Rogando tu perdón, te saluda tu hermano, Alonso de Ávila.
25/04/2010
Publicado en 2014
"Desnudos sobre el papel" - Editorial Dunken
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