EL MONASTERIO

 


La sombra de la duda seguirá viva, yaciendo bajo la superficie;
ajena a la luz de la verdad y carcomiendo el espíritu de quien se atreva a desafiarla.


    Erigido en piedra sobre la cumbre de un collado, el monasterio permanece solitario y lúgubre, alejado de cualquier atisbo de civilización.
    Sus muros guardan la fascinación que provoca lo desconocido.
    Sobre él se condensan las quimeras de un enigma que obnubila.
    Allí solo hay espacio para una vida de aislamiento perpetuo, de oración y de salmos elevados. Aunque siempre habrá, también, lugar para albergar a aquellas almas inocentes que el sino de la vida dé en poner allí a germinar.
    Tras sus muros, los mismos monjes atienden los jardines, la huerta y los corrales. Ellos también se ocupan de instruir a los novicios, con dedicada rectitud. 
    Entre esos menudos educandos, aspirantes a la más pura beatitud, estaba Emil; un mozuelo audaz, sin historial conocido.
    __He notado que de entre todos mis alumnos, es usted, Emil, el del espíritu rebelde. _empezó diciendo el Hermano Crispín, a su discípulo. __Sé, y de buena fuente, que se lo ha visto merodeando por esos lugares que, específicamente, se les indicó a los pupilos que no osaran acercarse. _continuó, mientras el muchacho lo escuchaba cabizbajo. __También sé que solo usted ha intentado ingresar a donde se les ordenó, estrictamente, que no ingresaran. _concluyó el superior. 
    __ ¡Dispénseme, maestro! Me dejé llevar por el pecado de la tentación. _respondió el muchacho, con la luz de sus ojos verdes clavada en el pórfido gris del solado.
    __Se dejó llevar por el pecado de la tentación… ¡Entiendo! En principio, sepa que la tentación no es un pecado en sí misma. _aclaró enseguida.
    __ ¿Entonces no he pecado, maestro? _preguntó Emil, esperanzado.
    __ ¡Sí, lo ha hecho! Aunque la tentación no sea pecado, sí lo son las acciones que por ella se transgreden. En este caso, usted ha traicionado la confianza que nuestra hermandad tenía puesta en usted; al desobedecer deliberadamente las reglas impuestas. ¿Entiende?
    __ ¡Sí, maestro! Ahora lo entiendo. _respondió, volviendo a echar la vista sobre sus pies.
    __No se desanime. ¡Venga! ¡Acompáñeme, joven Emil! Daremos un paseo por la alameda. Le contaré una historia, algo peculiar por cierto; pero lo haré con la esperanza de poder calmar la comezón de su ánimo conturbado. 
    El muchacho inclinó aún más la cabeza, escondiéndola entre sus hombros. Entonces, maestro y discípulo iniciaron un lento caminar por el sendero de la arboleda.
    __Dígame, joven Emil: ¿Qué cree usted que encontraría en las catacumbas, desviándose de lo estipulado; sino más que regaños y penitencia? _preguntó el maestro, en tono calmo y andando a pasos lentos.
    __Bueno; esa es la cuestión, maestro Crispín. No imagino qué secretos guarda ese lugar y por eso traté de descubrirlos. _explicó Emil, escuetamente. 
    __Veamos si puedo saciar su curiosidad. _dijo el maestro, previo a un breve intervalo antes de retomar la plática. __Quizá usted ya sepa que sobre las ruinas de la vieja abadía de San Erico se levantaron los muros de este monasterio. Lo que seguramente nadie le ha contado es que, aunque esta historia ocurrió hace ya varios siglos, las vivencias relatadas por los antiguos seminaristas no han cambiado un ápice desde entonces. Hoy son leyenda; pero se mantiene latente, brotando de la humedad fría y gris de estas paredes. 
    El muchacho sintió que su corazón recobraba ritmo. ¡Por fin tendría alguna respuesta! Con la intención de no interrumpir el relato, permaneció callado, caminando junto a su maestro.
    __Es sabido por todos que, aquí mismo, donde nace este manantial fue muerto el primer abad; y que su último hálito le fue arrebatado a traición. También es sabido, joven Emil, que aún hoy se oyen sus lamentos y los de aquellos herejes que él pretendía aleccionar en la oscuridad de sus mazmorras. _agregó Crispín, en tono grave.
    __ ¿Cómo que se oyen lamentos, maestro? ¡Yo nunca oí nada! _cuestionó azorado, el pupilo.
    __ ¡Pues sí; así es!  Por eso no está permitido bajar a las ergástulas. Yo solo busco advertirlo, joven Emil. No quisiera que se asombre de estas voces lastimeras, si las oyera mientras cae la espesura de la niebla vespertina sobre la exedra. Sepa usted, hijo mío, que la atmósfera de este monasterio se vuelve aterradora con la bruma, si con ella llegan esos cánticos de sirena, que siempre atrapan a los desprevenidos y ya nunca los devuelven.
    Emil no estaba convencido de si esos dichos eran ciertos, o si solo se trataba de una excusa para asustarlo y que desistiera de atender su curiosidad. En todo caso, la sombra de la duda se le seguía clavando profundo, carcomiendo su espíritu y su razón.
    __¿Usted ha oído esas voces, maestro? _preguntó el pupilo, con un tétrico dejo de temor en sus palabras.
    __¿Qué si las he oído? Todo el tiempo, joven Emil. ¡Ellas están por todas partes! Se las puede oír surgiendo como sombras detrás de cada puerta; brotando invisibles de entre los muros y por debajo de las piedras; filtrándose indómitas por el verdín del moho en el alicatado. ¡Ellas están por todas partes; se lo aseguro! _respondió el Hermano Crispín, acentuando la gravedad de su voz.
    __¡No puede ser! Alguien debe esconderse y susurrarlas. _dijo incrédulo el muchacho.
    __¿Acaso usted está insinuando que mis dichos no son ciertos? Recuerde esto que le digo, joven Emil: Si al oír esos lamentos voltea a ver y no ve a nadie no se sorprenda. Simplemente, apure el paso y guárdese en la seguridad de su claustro, hasta el amanecer. He sabido que más de un curioso estudiante, aún entre los más escépticos, fueron tragados por las voces de sus propias sombras. ¡Y jamás, entiéndame bien Emil, jamás, intente bajar a las catacumbas! _indicó el maestro, penetrando la agudeza de su mirada en las pupilas del muchacho que lo miraba impresionado.
     Emil hizo silencio unos instantes, agobiado por la advertencia.
    Las luces de la tarde estaban siendo devoradas por las primeras borrascas de octubre.
    El cielo se mostraba sin luna y sin estrellas.
    Sobre las lápidas linderas al camino que lleva al campanario se perpetuaban las sombras silenciosas. Entonces, el graznido de un cuervo que nadie pudo ver logró que los ojos de Emil se abrieran en todo su verdor.
    __¿A usted alguna vez le ha dado miedo, maestro? _quiso saber el pupilo.
    __Pues, sí; como a todos. _respondió Crispín. __Aún hoy me estremece oír esas voces plañideras. Y eso que ya no tengo edad para asustarme. Por eso, joven Emil, le sugiero que no ande husmeando en los lugares vedados al pupilaje. Sepa que no le conviene indagar sobre asuntos que no le pertenecen.
    __Sí; ya sé… Si no, tendré una penitencia. _conjeturó el novicio. 
    __ ¡Usted sería bienaventurado si pudiera llegar a cumplir una penitencia! He sabido de pupilos que osaron bajar a los claustros prohibidos y a los que nunca más se los ha vuelto a ver entre los vivos. Y sepa usted, joven Emil, que tampoco se los ha hallado entre los muertos. _agregó, mirando las tumbas lindantes al oratorio.
    El muchacho se estremeció al oír estas palabras. Sintió que el corazón le retumbaba en el pecho.
    Otra vez, el graznido de un cuervo se escuchó entre las ramas y el último haz de claridad se apagó detrás de los muros que ocultaba la arboleda.
    El pupilo interpretó como una audaz amenaza lo que había detrás de aquel relato. Una historia siniestra, que crispó la atmósfera del monasterio.
    El llamado a tomar la cena lo distrajo un instante. Cuando volteó a ver, se encontró que estaba solo. La silueta del maestro se había esfumado en la oscuridad de la niebla. Entonces corrió puertas adentro, y esa noche se aseguró de trabar bien el cerrojo de su recámara. 
    No obstante, días después, las palabras del maestro continuaban perturbando los pensamientos del novicio. Emil no podía terminar de convencerse de la veracidad de aquellos dichos. ¿Quién podría ser tan ingenuo de creer en lémures y manes?
    El maestro Crispín, siempre había tenido razón; de todos los pupilos, Emil era el del espíritu rebelde. Por lo tanto, el muchacho no encontraba mayores razones para obedecer a otros mandatos, más que a los de su propia curiosidad.
    Así, se animó a escabullirse, escaleras abajo, hasta los antiguos calabozos; en una secreta y unipersonal perquisición, con el afán de descubrir la falsedad de aquella aterradora leyenda.
    El eco de sus pasos retumbó, uno a uno, en la escalinata que descendía en espiral.
    La luz de la tea que empuñaba se proyectaba débil en cada piedra; y su reflejo se iba apagando a sus espaldas, a medida que él avanzaba.
    Sorteado el último peldaño, en lo profundo, un portal de gruesos hierros lo detuvo. Tras éste se extendía un corredor ancho, lóbrego y mordaz, que enfrentaba una serie de tabernáculos oscuros. 
    Con un poco de fuerza adicional logró descorrer el pasador, que rechinó por lo oxidado. 
    Alzó la luz sobre su cabeza, para divisar el entorno.
    El lugar olía a humedad rancia y a putrefacción.
    Comenzó a avanzar decidido, iluminando las criptas a su paso. Todas estaban desoladas, malolientes y sucias.
    Al final del corredor, la luz de la antorcha le permitió ver lo que parecía ser una gran fosa. Desacelerando su andar, se acercó a ella. Arrimó la tea y pudo reconocer sus formas. Era una réplica menor de la exedra. 
    __ ¿Hola? _dijo Emil, esperando alguna respuesta.
    Pero todo lo que la fosa le devolvió fue el eco de su propia voz.
    Ese hoyo negro parecía no tener fin, guardando en sí todos los misterios.
    Repentinamente, la boca de la fosa exhaló su aliento, en una ráfaga fugaz que apagó la llama de la antorcha.
    La oscuridad se adueñó de cada rincón. A Emil le pareció escuchar un ruido de cadenas, como acercándose. El muchacho sintió que se le helaban las manos y los pies. 
    En medio de la oscuridad, había perdido la noción de dónde se encontraba parado, exactamente. No estaba seguro de qué dirección tomar, para poder salir de allí. 
    Sus pensamientos comenzaron a enredarse y a confundirlo.  
    Una nueva ráfaga, gélida y voraz, ahogó el rechinar de cadenas; pero trajo voces y gemidos.
    Todas las sombras del universo se agolparon frenéticas, alrededor de Emil.
    Su cuerpo se sacudió al percibir la presencia de una entidad incierta y convulsiva, que lo poseyó por entero. El corazón le palpitaba acelerado. La respiración se le agitaba a cada instante. 
    El muchacho estaba experimentando la leyenda en carne propia. Estaba oyendo las voces… Y los lamentos, eran sus lamentos. La oscuridad lo envolvía y el pavor le exsudaba por la piel.
    De pronto, una fuerza inexplicable lo derribó y la humanidad de su cuerpo se derramó, gota a gota, hasta ser bebida por la tierra bajo sus pies.
    En la exedra, la bruma vespertina propaló voces y lamentos. 
    Durante la cena, los jóvenes seminaristas comentaron aterrados lo que habían escuchado. Mientras tanto, los maestros recorrían el monasterio tratando de encontrar al joven pupilo. Cuando notaron que el cerrojo del portal que llevaba a las criptas estaba abierto supieron que ya lo habían perdido.
    Tras los últimos rezos del día, el maestro Crispín se preparó para dar la bienvenida al nuevo postulante, que llegaría por la mañana para cubrir la vacante que dejó el joven Emil.

03/09/2009











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