La noche se le cerraba
por delante volviendo inseguros todos los callejones a su paso. Aún aquellos
que él conocía a la perfección. Por eso, los iba a pasar de largo en una
carrera cobarde que le permitiera perderse en medio de la oscuridad.
Sus astutas pupilas no
daban con la salida y su estado de
tensión le impedía evaluar qué sucucho podría servirle de escondite, aquella
noche.
Se estaba poniendo nervioso y eso lo volvía vulnerable.
Él sabía que debía
salir airoso de esa huida, o ahí mismo se imprimiría su oscuro final.
Toda su vida la vivió huérfano de afectos. Creció con las miserias de la carencia total. Nunca tuvo
buena fama y él lo sabía. En el barrio nadie lo quería; ni los perros. Y aunque
su nombre era Berko, los vecinos se referían a él como ‘la rata’.
A decir
verdad, era el nombre que mejor le quedaba. Realmente era un ser despreciable y
al que nadie quería tener cerca.
Esa noche, y tras un desafortunado asalto, un traspié lo puso en la frontera entre una impune libertad y la
justicia. Reconoció de inmediato el acecho del peligro a sus espaldas. Lo podía
oler en el aire. Sabía que detenerse no era una opción. Esta vez, la suerte no
estaba jugando a su favor. Era imperativo aprovechar los resquicios de la noche
para huir. Con el sol de la mañana coronando los tejados quedaría expuesto a su
destino final.
Berko no podía permitir que lo atraparan. No estaba en sus
planes ser capturado. Su voluntad tampoco registraba la intención de purgar por sus pecados.
Él sabía que, en su ámbito, nunca sería bien visto si se dejaba atrapar.
Así como tenía en contra
la fama de sabandija que cargan todas las ratas, tenía a su favor la habilidad de
escabullirse y de ocultarse en cualquier agujero, como ellas.
Aun así, Berko sabía que
los vecinos le habían tendido una trampa. Debía moverse con
cautela. De esto dependía su vida. Lo estaban buscando para
eliminarlo y no se alzarían voces en su favor.
La noche se cerró en
un punto y estranguló la calma del lugar.
Un foco amarillento, que
el viento hamacaba en un único farol del callejón, cortó las sombras de la
esquina. La penumbra proyectaba su filo, declinando en línea recta hasta morir en la
oscuridad. Berko tenía que llegar hasta los rieles, del otro lado del almacén. Allí,
las vías son un lugar seguro para el que huye. Debía aprovechar que el acceso a
ellas estaba despejado por ese lado.
Un auto que merodeaba amenazante se detuvo. Las luces de sus faros se astillaron en la humedad de los adoquines. Cada una de esas centellas se multiplicó en los
ojos de Berko, que brillaban como espejos.
La respiración se le
agitó acelerando sus latidos.
Quedó paralizado un
instante. Sabía que quedarse ahí sería letal. Unos perros ya lo habían olfateado. Lo estaban
delatando y no pararían de ladrar.
Decidió entonces trepar
el muro de la barraca. Tras un breve análisis de las opciones, pensó que la disposición de los ladrillos y las tuberías externas
lo ayudarían a escalar hasta los techos. Desde allí podría alcanzar su libertad.
Alguien lo vio
deslizarse agazapado por el friso. Pero no era un lugar seguro para agarrarlo y
hubo que dejarlo ir.
Berko saltó al terraplén trasponiendo el alambrado lindero. Una mala pisada lo hizo caer sobre unas chapas oxidadas que sonaron en concierto.
Tras el ruido, una luz de interiores se encendió en las cercanías. El portón de la barraca
chilló al abrirse y se vio la silueta del sereno buscando en la oscuridad.
El hombre buscó a tientas el encendido del reflector y al activarlo las pupilas de Berko se anegaron de
luz.
Con la certeza de saber
que no había a quien recurrir, o intuyendo que le estaba
llegando el final, decidió esconderse entre unos autos apilados
como chatarra. Quizá esos recovecos lo ayudaran a desaparecer.
Viéndose en esa situación supo con seguridad que estaba viviendo las desventuras propias de todas las ratas.
El viento arrastró unos fieros nubarrones sobre la luna, cubriéndola como una manta. Mas ella aguzó su sonrisa antes de caer por detrás del
almacén. Era el presagio del final.
Cuando Berko creyó que había pasado el peligro corrió hasta alcanzar el albañal. Pero una vez adentro de ese lugar, hediondo y pegajoso, advirtió su gran error. Él mismo se había arrinconado entre la
trampa para ratones y la luz de la linterna del sereno. Podía verlo ahí, de cuclillas sobre la rejilla, bloqueándole la salida.
La luz de la linterna se movió en distintos ángulos hasta encontrarlo. En su retina se imprimió la maliciosa estampa de la muerte. Berko decidió, entonces, jugarse
la última carta. Si lograba sortear la trampera, evitando
tocar el cebo, como otras veces, podría correr por el desagüe hasta llegar del otro lado de la calle. Así podría volver a conquistar su libertad.
Pero el plan fracasó. En
un descuido fatal, la barra que sostenía el queso se soltó abruptamente martillando
el arco de metal contra su cuello. Esta vez, la trampa para
ratones había funcionado a la perfección.
Por la mañana, los restos de Berko fueron envueltos en diarios viejos y desechados. Como se suele hacer con una rata cualquiera, de esas
que merodean por las calles oscuras de la ciudad.
Octubre 2012
Publicado en 2014
"Letras Vivas" - Editorial GEA
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