Sí, allí estaba ella,
del otro lado del salón; sentada entre las risas de unos compadritos que la festejaban.
Olinda lo miró de
soslayo, esperando una señal. Entonces, él cortó un meneo de cabeza y en
segundos estaban los dos, cuerpo a cuerpo, en el medio de la pista, desatando
los firuletes de una milonga pasional.
El aliento se les
enredaba por delante, sosteniendo la distancia entre los dos.
Los pasos que Floreal
desplegaba con soltura, sobre el polvo, se duplicaban en el corte que Olinda
hacía florecer en cada contorneo. Al malevo le gustaban las quebradas que la
morocha sabía dibujar; sobre todo, si la tenía agarrada con firmeza y por la
cintura.
¿Y de ella… qué decir?
Si sólo se sentía viva al contacto de esas manos fieras, que la conocían más
allá.
Cada figura que
hilvanaban a la par se ajustaba a los compases destilados por el fuelle, que se
empeñaba en dilatar las notas del final hasta el estremecimiento, para
cortarlas luego con un remate fatal.
Todos de festín en la
milonga vitoreaban los giros del malevo y su morocha, que bailaban agarrados,
sin soltarse las miradas. Más de uno percibía en cada pausa ese beso febril que
no se daban. Y eso, claro, valía un trago más.
Los músicos rascaban
esas cuerdas con el alma. Todo por el honor de escoltar a la concertina, que siempre
era la reina de la noche.
Mas el polaco Rufino,
que punteaba por la izquierda, no dejaba de mirar a la morocha que coqueteaba,
entre ochos y media vueltas, dejando sus ligas desvestidas como al descuido;
consciente de que las puntillas se asomaban por el tajo de su pollera. Y todo,
mientras la melena se le ladeaba traviesa con cada envión. Olinda sabía cómo excitar con su melena.
El polaco la quería. Si
hasta había pensado en presentársela a la vieja. Pero, qué va… se sabía que la
morocha no era mujer de un solo hombre. Y aún si lo fuera, el malevo Floreal le
ganaría, como siempre, la partida.
La única manera de
tenerla, y lo acababa de decidir, era sacándose al malevo del camino.
Rufino perdió el seso en
el cuarto compás y ahí nomás largó la guitarra, que roncó boca abajo contra el
piso. Dejó la tarima de un pique y blandiendo el facón que sabía guardarse en
la cintura se abalanzó sobre el malevo que giró sobre sus pies al escucharlo.
Al verse frente a él,
cara a cara, sintió la fiereza verde de aquella mirada de ojos bravos, que
parecían capaces de cuartearle la cara hasta hacerlo sangrar. La respiración
agitada del malevo lo alcanzó y pudo percibir el aliento acre, que a puro
coraje se hacía carne en Floreal, en cada reyerta.
Un sudor helado estrelló
la frente del gallina, que temblaba como hoja en vendaval. Entonces un súbito
escalofrío de pavor le arañó la espalda de norte a sur.
La mano trémula e incompetente
del polaco soltó el puñal, que cayó desbaratando su valentía entre los
presentes.
No había podido,
siquiera, sostenerle la mirada. Y nadie, de los que allí estaban, hubiera
movido un dedo para ayudarlo. Porque entre el malevaje el que ataca por la
espalda y a traición debe arreglárselas solito, o rendirse. Y esto fue lo que
pasó.
Una vez más, el malevo
le había ganado la partida. La milonga había concluido.
No hubo una palabra. Ni
hubo una señal.
Floreal ajustó el nudo
del pañuelo a su cuello, se ladeó el sombrero para echar sombra a su fiereza y
salió a paso lento sin mirar atrás hacia el arrabal húmedo de adoquines y luna.
Bien de cerca, y en
conformidad, lo seguía de atrás la morocha. Sí, esa que el malevo conocía más
allá.
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