MILONGA PASIONAL


 

Para Antonia 

 El bandoneón soltó el primer quejido en la penumbra y el cuarteto de guitarras lo siguió después.

Floreal ganó la partida al siete y medio, terminó su ginebra y al cobijo de sus cejas escudriñó entre los presentes, disparando el verdor de su mirada por el lugar.

Sí, allí estaba ella, del otro lado del salón; sentada entre las risas de unos compadritos que la festejaban.

Olinda lo miró de soslayo, esperando una señal. Entonces, él cortó un meneo de cabeza y en segundos estaban los dos, cuerpo a cuerpo, en el medio de la pista, desatando los firuletes de una milonga pasional.

El aliento se les enredaba por delante, sosteniendo la distancia entre los dos.

Los pasos que Floreal desplegaba con soltura, sobre el polvo, se duplicaban en el corte que Olinda hacía florecer en cada contorneo. Al malevo le gustaban las quebradas que la morocha sabía dibujar; sobre todo, si la tenía agarrada con firmeza y por la cintura.

¿Y de ella… qué decir? Si sólo se sentía viva al contacto de esas manos fieras, que la conocían más allá.

Cada figura que hilvanaban a la par se ajustaba a los compases destilados por el fuelle, que se empeñaba en dilatar las notas del final hasta el estremecimiento, para cortarlas luego con un remate fatal.

Todos de festín en la milonga vitoreaban los giros del malevo y su morocha, que bailaban agarrados, sin soltarse las miradas. Más de uno percibía en cada pausa ese beso febril que no se daban. Y eso, claro, valía un trago más.

Los músicos rascaban esas cuerdas con el alma. Todo por el honor de escoltar a la concertina, que siempre era la reina de la noche.

Mas el polaco Rufino, que punteaba por la izquierda, no dejaba de mirar a la morocha que coqueteaba, entre ochos y media vueltas, dejando sus ligas desvestidas como al descuido; consciente de que las puntillas se asomaban por el tajo de su pollera. Y todo, mientras la melena se le ladeaba traviesa con cada envión.  Olinda sabía cómo excitar con su melena.

El polaco la quería. Si hasta había pensado en presentársela a la vieja. Pero, qué va… se sabía que la morocha no era mujer de un solo hombre. Y aún si lo fuera, el malevo Floreal le ganaría, como siempre, la partida.

La única manera de tenerla, y lo acababa de decidir, era sacándose al malevo del camino.

Rufino perdió el seso en el cuarto compás y ahí nomás largó la guitarra, que roncó boca abajo contra el piso. Dejó la tarima de un pique y blandiendo el facón que sabía guardarse en la cintura se abalanzó sobre el malevo que giró sobre sus pies al escucharlo.

Al verse frente a él, cara a cara, sintió la fiereza verde de aquella mirada de ojos bravos, que parecían capaces de cuartearle la cara hasta hacerlo sangrar. La respiración agitada del malevo lo alcanzó y pudo percibir el aliento acre, que a puro coraje se hacía carne en Floreal, en cada reyerta.

Un sudor helado estrelló la frente del gallina, que temblaba como hoja en vendaval. Entonces un súbito escalofrío de pavor le arañó la espalda de norte a sur.

La mano trémula e incompetente del polaco soltó el puñal, que cayó desbaratando su valentía entre los presentes.

No había podido, siquiera, sostenerle la mirada. Y nadie, de los que allí estaban, hubiera movido un dedo para ayudarlo. Porque entre el malevaje el que ataca por la espalda y a traición debe arreglárselas solito, o rendirse. Y esto fue lo que pasó.

Una vez más, el malevo le había ganado la partida. La milonga había concluido.

No hubo una palabra. Ni hubo una señal.

Floreal ajustó el nudo del pañuelo a su cuello, se ladeó el sombrero para echar sombra a su fiereza y salió a paso lento sin mirar atrás hacia el arrabal húmedo de adoquines y luna.

Bien de cerca, y en conformidad, lo seguía de atrás la morocha. Sí, esa que el malevo conocía más allá.

26/09/2012
Publicado en 2014
"52 motivos para no morir" - Editorial Dunken

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